La crisis política y de gobernabilidad en el Perú y el deterioro de su imagen internacional
En las últimas emanas el Perú vivió una situación política sin precedentes en el mundo. Tres presidentes se sucedieron en menos de diez días. En medio de protestas y movilizaciones de una juventud airada y no dispuesta a aceptar el colapso de la democracia peruana. El mar de fondo de esta convulsa vida política es una corrupción generalizada, el colapso del sistema de representación de los partidos, una grave crisis de legitimidad de las principales instituciones del país y una pandemia que encuentra pocas resistencias en el Estado y la sociedad. Erigiendo al Perú en el país del mundo con más muertes en relación con el número de habitantes. En ese contexto, ajeno a toda normalidad democrática, se ha iniciado el proceso electoral que culminará el 11 de abril del 2011, con la realización de elecciones generales. La imagen del país refleja esta realidad y plantea desafíos al nuevo gobierno, para que no se estigmatice como un estereotipo. Una tarea difícil y compleja. No obstante, los mercados financieros siguen otorgando confianza la economía peruana y facilitan un nuevo ciclo de endeudamiento.
La mayoría de los peruanos se oponía a la destitución del presidente Martín Vizcarra. Sin embargo, un sistema político marcado por componendas y corrupción ha logrado vacarlo a cinco meses de las elecciones poniendo de nuevo al país al borde del caos.
Por 105 votos contra 19, el congreso peruano destituyó el 9 de noviembre al presidente Martín Vizcarra y al día siguiente asumió el poder quien era el presidente del Congreso, Manuel Merino. En los últimos tres años, hubo cuatro procesos de vacancia presidencial, se disolvió un congreso y Merino resulta el tercer mandatario. La democracia peruana se muere.
Diagnosticar la enfermedad que la está matando es difícil. Porque las democracias suelen sucumbir ante tiranos formidables, mientras que la peruana está muriendo de insignificancia. No muere a manos de Gulliver, sino de unos enanos ciegos que chocan entre sí ad infinitum y han generado un régimen impredecible, caótico y, ahora ya, agonizante: la democracia peruana es un dilema del prisionero desbocado. Como es natural, en este río revuelto hay unos malos pescadores que tratan de sacar provecho. Pero la agonía solo puede explicarse de la comunión entre pescadores y el sempiterno río.
El sistema político peruano en los últimos años ha funcionado como una tómbola corrupta. El negocio es así: en tiempos de campaña los dueños de inscripciones electorales (hiperbólicamente llamadas “partidos”) reciben aportes y subastan los puestos en sus listas para el Congreso. A más dinero, más encumbrada tu candidatura.
Esto generó una política sin lealtades partidarias ni vínculos entre candidatos, partidos y sociedad. La única consistencia de los políticos era rentabilizar sus aportes de campaña. La coima que cobran autoridades subnacionales, llamada diezmo, se institucionalizó, y los empresarios se sumaron sin reparos a la corrupción de las obras públicas en el Perú del boom económico. Líderes de opinión, tecnócratas, empresarios y políticos aplaudieron y alentaron a ese país de crecimiento económico sin ley.
Pero el sistema entró en franca descomposición cuando reventó la Operación Lava Jato. El elenco estable de la política peruana, de derecha a izquierda, había recibido aportes y sobornos de constructoras brasileñas y la fiscalía los tocó uno a uno. Loquearon. Al poco tiempo, como en la canción de Tom Waits, constatábamos que “everyone I used to know, was either dead or in prison” [todos los que conocía estaban muertos o en la cárcel].
Se fueron los cabecillas, pero sobrevivió la codicia cortoplacista. Pedro Pablo Kuczynski, elegido en 2016, obtuvo una bancada exigua que, como era natural en este sistema, se deshizo. No pudo gobernar. Renunció. Su vicepresidente, Martín Vizcarra, percibió que podría ser presidente si se entendía con el fujimorismo, los verdugos de su jefe. Una vez en el poder, sobrevivió matándolos mediante la disolución del congreso. Vizcarra aparecía triunfante. Hasta que llegó el nuevo Congreso, otra vez colmado de amateurs: liquidaron al presidente para arrancar jirones de poder.
El lector extranjero pensará que es ridículo destituir a un presidente cuando solo faltan cinco meses para las elecciones generales, pero en el sistema peruano lo ilógico sería no hacerlo. Es una política de carteristas. Y bajo las reglas del carterismo, Vizcarra ha aceptado su expulsión.